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El mejor de todos los escenógrafos

Marzo - Abril 2015

Publicación revista Toma

Elisa Lozano

A él le debemos las escaleras redondas, más surgidas del cine, que existentes en el barroco neo colonial de Polanco. A él le debemos las estancias señoriales de los hacendados. A él los patios de vecindad cuajados de jaulas de canarios. A él los enormes salones de baile, los cabarets de mala muerte, las calles recovequeadas en el back lot de los estudios y todo el cine del Indio Fernández. A él, Manolo Fontanals, creador de fantasías sostenidas con paredes falsas y ventanas ciegas, le debemos la forma en la que entendemos al país en el que nos tocó vivir, como dice acongojado Carlos Fuentes.

Arturo Ripstein

Tenía 45 años cuando en 1938 debutó en el cine mexicano como escenógrafo y diseñador de vestuario de la película María (Chano Urueta), adaptación de la novela homónima de Jorge Isaacs. Manuel Fontanals, catalán nacido en 1893, había llegado a México en la primavera del año anterior, huyendo del régimen franquista. Su adhesión al bando republicano y la muerte de su entrañable amigo, el poeta Federico García Lorca, lo obligaron a permanecer escondido durante varios meses, hasta que se presentó la oportunidad de salir de España, vía Francia, como parte de la compañía teatral de Josefina Díaz, misma que preparaba una gira por América1. Gracias al pasaporte visado por el consulado de México en el país galo, Fontanals salió en el vapor Iberia de Cherburgo rumbo a La Habana, y de ahí a Veracruz, desde donde se trasladó en tren a la capital del país.

De inmediato, la prensa calificó su llegada como todo un acontecimiento cultural. Y lo era efectivamente, porque para entonces este polifacético personaje acumulaba dos décadas de una intensa y fructífera trayectoria como escenógrafo, decorador y figurinista de las compañías teatrales más importantes de España: las de Gregorio Martínez Sierra, Eduardo Marquina, Amadeu Vives, Josefina Díaz y Margarita Xirgú; así como en la del alemán Sigfrido Bürmann.

Su formación artística inicia desde su adolescencia, como ayudante en el taller de su padre, el ebanista Tomás Fontanals; experiencia a la que pronto suma estudios de Artes Decorativas en París y Barcelona.

Posteriormente, recorre otros países de Europa. En Italia colabora con el grupo experimental “Teatro del Convegno”, para el que realiza escenografías y decorados de obras de Pirandello, Ostrowsky y D’Annunzio. En París hace lo propio para las empresas teatrales del Odéon, la Ópera y el Palace; al tiempo que incursiona por primera vez en el cine como diseñador de vestuario del film Le criminel (Alexandre Rye, 1926). La práctica cinematográfica se repite en su país una década después, ahora como decorador de la cinta Bohemios (Francisco Elías, 1936).

Por entonces la actividad del artista se extiende a otras áreas: espectáculos de danza y ópera, diseño de objetos utilitarios, ilustración, tipografía y diseño editorial; además de proyectos arquitectónicos y la decoración de interiores para casas particulares y pabellones, como los que realiza para la Exposición Internacional de Artes Decorativas de París (1925) para la Exposición Internacional de Barcelona (1929).

Con ese bagaje a cuestas, Gabriel Figueroa y Gilberto Martínez Solares convencen a Manolo Fontanals de establecerse en México, argumentando que el cine mexicano, en plena expansión, necesita una figura como él. Recuérdese que en aquella etapa preindustrial de nuestra cinematografía las producciones nacionales contaban apenas con un puñado de escenógrafos, formados en otras disciplinas. De la pintura provenían: Fernando A. Rivero, Matías Santoyo, Antonio Ruiz “El corcito”, Adolfo Best Maugard, Juan J. Segura, y Roberto Montenegro2; Jorge Fernández había estudiado arquitectura e ingeniería en un instituto estadounidense; antes de su debut en dos Monjes (Juan Bustillo Oro, 1934), Carlos Toussaint se desempeñaba como empleado bancario; Beleho, pionero en el diseño de escenarios móviles, solo intervino en un par de películas, lo mismo que el valenciano Salvador Tarazona, reputado escenógrafo teatral.

Ante ese desolador panorama, la gran experiencia de Fontanals fue bien apreciada en el medio, como da cuenta su rápido ascenso. En 1941, tan solo tres años después de su llegada, su nombre aparece en la ternas de premios otorgados por los periodistas y realiza los escenarios de La isla de la pasión, ópera prima de Emilio “El Indio” Fernández, con lo que inicia una relación laboral que se prolongará durante los siguientes cuatro lustros. Juntos filman decenas de películas, varias premiadas en el extranjero y hoy emblemáticas como María Candelaria (1943), Las abandonadas (1944), Enamorada (1946), Maclovia, Pueblerina (ambas de 1946) y otras, donde los escenarios van desde un espectacular palacete decimonónico como el que que habita Amalia de los Robles (Dolores del Río) en Bugambilia (1944), a la arquitectura rural de Pueblerina, Río Escondido o Enamorada.

Otra notable particpación es la que tuvo Fontanals con Roberto Gavaldón, con quien transita de la modernidad de La diosa arrodillada a la exhuberancia de La rebelión de los colgados y Sombra verde, la majestuocidad de Macario o la sencillez del cuarto de azotea que habita la pertubada Luisa (Pina Pellicer) en Días de otoño.

Formas de producción

Según refieren los escenógrafos del periodo clásico, la mayoría de los directores y productores cinematográficos mexicanos les exigían el mayor realismo en la recreación de atmósferas y tipologías arquitectónicas de todas las épocas, estilos y países. Lo anterior representaba un reto: por un lado, era difícil lograr precisión ante la falta de recursos económicos; por otro, la petición de fidelidad limitaba la creatividad de los menos avezados. Era en esos casos donde la cultura e imaginación del escenógrafo se imponían, como hacía Manuel Fontanals, quien aplicó en el cine lo aprendido en el teatro: el arte de la sugestión y la síntesis. Prueba de ello es la cinta Jesús de Nazareth (José Díaz Morales, 1942), para la que el escenógrafo:

Realizó unos decorados (en un asunto que requiere de tantos escenarios) a base de bocetos corpóreos sobre fondo de ciclorama —cielo abierto, fondo liso— que parecía una idealización del artista; y en realidad era el recurso para que la producción saliera más barata. Una columna, un pórtico, un árbol sobre un campo desolado, daban una impresión más fuerte que los decorados barrocos de Hollywood. (C. Sampelayo, Asenet, 1975:158).

De ese y de otros procesos de producción escenográfica de la época dan cuenta puntual los dibujos de Fontanals. De un estilo singular, estos se caracterizan por la maestría en el trazo, el dominio de proporciones y perspectivas, una cuidadosa representación de las fuentes de luz, y por incorporar al cuadro a los personajes en acción a modo de un story board. La comparación de los mismos con el resultado en pantalla prueba que, en la mayoría de los casos, los diseños eran materializados con gran precisión. En otros, es visible la transformación del proyecto original, bien por decisión del director o por escasez de recursos.

A lo largo de su trayectoria, Manuel Fontanals recibió varios premios y reconocimientos a su labor. Siete veces nominado al Premio Ariel, lo obtuvo en tres ocasiones por las películas El niño y la niebla (de Roberto Gavaldón, edición 1954), La culta dama (Roberto Gavaldón, edición 1958) y de forma póstuma, por El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, edición 1973).

Toda una vida dedicada al séptimo arte, al que aportó su sólida cultura como lo reconocen tanto los directores de la época de oro, como jóvenes realizadores del llamado “nuevo cine” que se cobijan con su experiencia. Así lo hace Juan Ibáñez, en La generala (1970), la última participación de María Félix en el cine; Felipe Cazals en El jardín de la tía Isabel (1971); y Arturo Ripstein en El castillo de la pureza (1972), película en la que de forma simbólica, Manuel Fontanals cede la estafeta a su discípulo Xavier Rodríguez3, y a Lucero Isaac, la primera directora de arte del cine mexicano. Muere durante la filmación, y con él, una etapa importante de la historia de la cinematografía nacional.

De reciente aparición, el libro Manuel Fontanals, escenógrafo del cine mexicano, editado por la Dirección General de Actividades Cinematográficas, la Dirección General de Publicaciones de la UNAM y el Agrasánchez Film Archive. Coordinado por quien esto escribe, este trabajo pionero propone un análisis de su obra a través de los lúcidos ensayos de Rogelio Agrasánchez, Rafael Aviña, Eduardo de la Vega, Xóchitl Fernández, Hugo Lara, Héctor Orozco y Álvaro Vázquez Mantecón. Ilustrado con stills, carteles y materiales originales inéditos –bocetos, planos, cuadernillos– la publicación cuenta con la presentación de Guadalupe Ferrer y el testimonio de Arturo Ripstein, quien en un entrañable texto desvela su profunda relación con este artista, considerado “el mejor de los escenógrafos del cine mexicano” (Rodríguez dixit).

1Aunque no conocía nuestro país, no era ésta la primera vez que Fontanals visitaba el continente americano. En la década anterior había realizado exitosas giras con las compañías de Gregorio Martínez Sierra, Lola Membrives y en 1934, con García Lorca por Uruguay y Buenos Aires

2Si bien el pintor tapatío nunca hizo una escenografía para el cine mexicano, si fungió como subdirector artístico, y asesor de época, y expresó públicamente la necesidad de que el cine nacional contara en sus equipos de producción con un director de arte.

3 Manuel Fontanals fue siempre generoso y compartió sus conocimientos con los escenógrafos más jóvenes. Además de Xavier Rodríguez, Jesús Bracho, Luis Moya y Xavier Torres Torija, se declaran sus discípulos.

Red Iberoamericana de Cine y Derecho